martes, 27 de julio de 2010

¿POR QUÉ GODARD SIGUE SIENDO IMPORTANTE?

por Carlos Losilla
Cahiers du cinema España, n· 2 Junio 2007.


¿Cuál es la trascendencia de Histoire(s) du cinéma casi después de diez años de su finalización? He aquí un artefacto extraño, que se basa en la asociación no lineal de planos, rótulos y voces para proponer una historia del cine que huya de la narración causa-efecto. He aquí una historia que no quiere ser una historia sino más bien Historia. Y he aquí, en fin, la voz de un superviviente que retumba desde lo más profundo de esas historias y de esa Historia para contar un siglo de cine. En cuatro capítulos a su vez divididos cada uno de ellos en dos partes, Jean-Luc Godard se niega a seguir los cauces habituales, como de costumbre, y reivindica el desorden, la anarquía. Las imágenes surgen de su memoria como flashes en apariencia incoherentes, se entrecruzan con textos de sugerente hermetismo y desaparecen en sinuosos arabescos para dar paso a otras imágenes. Que nadie espere encontrar algo parecido a la lógica adherido a ese bullicio. Hay que dejarse llevar por el vaivén de un texto que no cesa de abrirse y cerrarse, permitiendo entrever los destellos de una evocación resistente a la nostalgia.

Pero no voy a desvelar más, es imposible. El estreno en cine de esta caja de Pandora, motivo de las líneas que siguen y anteceden, resolverá cualquier otra duda, aunque también provoque otras. Algunos reivindicarán su condición digital, renegarán de su tránsito por la sala oscura del cinematógrafo. Otros preferirán su lado mestizo y aplaudirán su difusión masiva, fuera del hogar y del museo, los ámbitos en que se ha movido hasta ahora. En cualquier caso, más vale huir de la evidencia, de la explicación causal, de los estereotipos, y ponerse a la altura –sino, ¿de qué sirve hablar de ello?– recuperando los ecos de verdad que se ocultan tras Histoire(s)… No los ejercicios recopilatorios de Scorsese y sus historias del cine americano e italiano, por poner un ejemplo distinguido, sino los palimpsestos iconográficos que cruzan de punta a cabo películas como La Dalia Negra (Brian DePalma, 2005), Fantasma (Lisandro Alonso, 2006), Goodbye, Dragon Inn (Tsai Ming-liang, 2004), Inland Empire (David Lynch, 2007) o Zodiac (David Fincher, 2007), todas ellas exploraciones melancólicas sobre la naturaleza enigmática del cine.


Las Histoire(s) du cinéma ilustran lo que Dudley Andrew y Paul Schrader, desde tribunas distintas pero concomitantes, han coincidido en llamar “la naturaleza transicional del cine”: no un arte, sino un puente entre la gran novelística del siglo XIX y las nuevas formas audiovisuales. Viendo los episodios de Godard, se recupera esa historia oculta. Seguramente la burguesía se negó a perder la tradición de contar historias, y por eso no solo inventó un aparato para universalizarlas, sino que lo domesticó para que rechazara cualquier tentación experimental –la que imperaba en la pintura a partir de Picasso y en la literatura a partir de Robert Walser- y se limitara a narrar y figurativizar el mundo tal y como lo veían clases dominantes. Pero ocurrió algo inesperado, pues en el interior de esa gran mentira se instaló un fantasma decidido a recordar por siempre aquella ignominia. Por eso las grandes películas de lo que luego se llamó “clacisismo” –el paraíso perdido al que siempre el cine intenta regresar– son de naturaleza espectral, se estructuran alrededor de una ausencia ominosa, de una herida que nunca cicatriza. Y por eso otra etiqueta dudosa, la “modernidad”, fracasó en su intento de romper los límites. La importancia de las Histoire(s) du cinéma reside en hacer visible esa lucha a brazo partido y escenificarla como una ceremonia fúnebre.

Sin embargo es inútil hablar de la famosa “muerte del cine”, esa que nunca tuvo lugar, o de la desaparición de un tipo de cine determinado. Es más bien lo contrario, o lo otro: la muerte de un modo de pensamiento acerca del cine. Con las Histoire(s)… muere Bazin, muere la puesta en escena, muere la política de los autores, muere la cinefilia, finaliza el reinado de la inmanencia trascendente, y lo hace a manos de uno de los grandes adalides de todas esas categorías reflexivas, pero nace –renace– el cine tal como pudo ser, tal como una vez quizá se imaginó. No hay distinción entre plano y encuadre pictórico, como no la hay tampoco entre voz cinematográfica y voz literaria, de manera que Carl T. Dreyer convive con Walter Benjamin, John Ford con Paul Klee, Roberto Rossellini con Leonard Cohen. Las películas jamás prevalecen sobre los libros, los cuadros o la música, sino que conviven en una dialéctica constante, en una continua puesta en duda de su autonomía. No deja de resultar sorprendente, en fin, que el acto de esparcir las cenizas no se hubiera realizado hasta ahora en una sala de cine, y siguiera reservado para la televisión: no en vano estamos hablando de una serie que tanto puede remitir a Les Vampires de Feuillade como erigirse en precedente especular de las nuevas formas del fantasma, el nuevo clasicismo de Los Soprano o Alias. Es un modo como otro de rectificar, pues la demonización catódica, a la que Godard contribuyó en no poca medida, deviene el lugar de la reconciliación final. Aunque sea un monumento, en cualquier caso no es un mausoleo.


“Histories… avec un ‘s’” se empeña en repetir Godard: la historia del cine es también la historia del arte, de la literatura, del mundo, de cómo se han contado y se cuentan las historias. Y por eso este ejercicio de rememoración mira hacia el futuro con el fin de que veamos el pasado de otro modo. Histoire(s) de cinéma es la película que más ha influido en Centauros del Desierto, en Vértigo, en Roma, Ciudad Abierta, en Amanecer, puesto que todas ellas ya no son las mismas tras haber pasado por el filtro de Godard. Han perdido su integridad, han pasado a formar parte de ese marasmo visual y sonoro que es la historia en la que se incrustó el fantasma del cine. Pero también han recuperado su verdadera identidad, no aquella aureola mítica que les permitía pertenecer a las grandes obras del siglo XX, sino el gesto humilde de formar parte de algo que las sobrepasa. Las Histoire(s)… como catedral pero también como gárgola, como pequeño retrato en relieve, como cuadro en el altar. El cine –¿el cine?– oscila ahora precisamente entre esos dos tamaños, el minimalismo de M. Night Shyamalan y el maximalismo de Pedro Costa, las presas de Jia Zhang-ke y los portaaviones de Clint Eastwood, a quien Godard no por casualidad dedicó Detective en 1985. Unos pocos años más tarde, a finales de la década, el cineasta rodó unos planos de Sabine Azéma recitando fragmentos de La Muerte de Virgilio que luego formarían parte de las Histoire(s)… es toda una declaración de principios, pues si Hermann Broch recuperó al poeta de La Eneida a través de La Divina Comedia, Godard reaparece en su propia galería de ecos como el revenant de Lettre à Freddy Buache (1981) que se reencuentra a sí mismo al borde del lago de JLG/JLG (1995): de la literatura al cine, la historia de las formas como un viaje al solipsismo.

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